Relatos

LOS ATENIENSES

UNA HISTORIA DE COOPERACIÓN


ANTONIO TERUEL FERNÁNDEZ



Con una herida superficial en el brazo y tras arrojar sus armas para poder correr sin nada que pudiera lastrar su carrera desesperada, Cleómenes, al igual que el resto de los supervivientes de su ejército, huía en desbandada para poder salvar la vida tratando de esconderse entre los riscos. Como todo mercenario veterano, siempre tenía presente que pueden darse ocasiones en las que el dios Hares no le sonría y, bien por desventaja numérica, bien por errores tácticos de los mandos o quizá por una mala decisión personal durante el combate, haya que salir huyendo para evitar la muerte o tal vez la esclavitud tras caer prisionero. Pero esa vez había sido distinto.

Desde que, siendo solamente un joven con pretensiones, abandonara Tesalia para poner su lanza al servicio del mejor postor, jamás le había preocupado por qué, ni por quién luchaba; únicamente lo hacía porque le pagaban por ello y porque el botín que extraía al final de cada batalla le aportaba la satisfacción de poder afirmar que él no dependía de nadie más que de sus armas, esas mismas que acababa de arrojar en medio del secarral para poder salvar su vida; pero lo que había visto, lo que había presenciado aquel día combatiendo contra el ejército de Atenas le había hecho sentirse pequeño, insignificante ante aquellos hombres que combatían por razones muy distintas a las suyas y que no dependían únicamente de sí mismos, al contrario, formaban en conjunto una especie de gigante indestructible.

Decidió esconderse detrás de una gran roca buscando así un lugar donde permanecer oculto y poder tomar aliento durante un rato, pero tras ésta lo que encontró fue una daga apuntado directamente hacia su cuello. Cleómenes se quedó paralizado durante un instante hasta que el otro hombre decidió bajar el arma; le había reconocido, era uno de los capitanes de su ejército.

-No es un día para celebraciones, ¿verdad? –dijo, sonriendo irónicamente mientras enfundaba la daga.

-No, no lo es –contestó Cleómenes, aliviado al comprobar que no se trataba de un enemigo. Comenzó a desabrocharse los correajes de su coraza de cuero para desprenderse de ella y poder respirar mejor. Después se sentó en el suelo y apoyó su espalda en la roca.

-Hoy nos ha vencido la cobardía –afirmó el capitán con aire de resignación. Ninguno de los dos podía echarle nada en cara al otro, ambos se encontraban allí por el mismo motivo.

-¿Cobardía? –respondió Cleómenes –No. No hemos huido por cobardes, lo hemos hecho porque no teníamos opción. Los atenienses nos habían derrotado antes de empezar la batalla.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que son diferentes a ti y a mí, que ellos combaten unidos por una causa común, no llevados por la codicia. ¿En cuántas ocasiones has sentido que dependías de tu escudo para bloquear los golpes? ¿Cientos, miles de veces? Los hoplitas atenienses no portan un escudo para protegerse a sí mismos, en la línea de combate cada hombre es protegido por el escudo del compañero de su derecha, así permanecen juntos, su formación no se rompe nunca porque saben que dependen los unos de los otros. En la unión, en saber que se necesitan, radica su fuerza. Puede que no sean buenos guerreros, que no sean soldados profesionales como nosotros, porque los que hoy nos han hecho huir son comerciantes, alfareros, pescadores y campesinos; unos con más habilidades para el combate y otros con ninguna destreza para la lucha, pero cuando uno cae o desfallece, es sustituido inmediatamente por el hombre que tiene detrás, incorporándose a la línea de combate bajo la protección del escudo del compañero de su derecha y cubriendo con el suyo al de su izquierda. Cada agrupación de soldados dentro de la falange ateniense está compuesta por hombres emparentados entre sí. ¿Qué puede cohesionar mejor a un ejército que hombres que tienen que combatir codo con codo con su hijo o con su hermano? ¿Quién podría proteger mejor a unos hombres que los miembros de su propia familia? Es por eso por lo que nos hemos encontrado ante nosotros un muro inquebrantable de escudos y lanzas, no porque sean guerreros experimentados. En la unidad reside su fuerza.

         >>No siguen a líderes, no siguen a reyes, no luchan por ambiciones personales, todos participan por igual en la lucha de la misma manera que participan equitativamente como ciudadanos en el destino de su poli sabiendo que cada hombre es igual de poderoso que todos los demás porque participan por igual en la asamblea y tiene la misma capacidad de tomar decisiones el ciudadano más rico y el más pobre consensuando mediante el voto aquello que les afecta a todos.

         -¿Entonces crees en verdad que no existe una manera de derrotarles? –preguntó el capitán, sorprendido por la reflexión de Cleómenes.

         -Por supuesto que sí. Cuando se priorice el interés personal por encima del interés colectivo; cuando las victorias de Atenas dejen de ser de los atenienses y la gloria de Atenas deje de ser la gloria de todos los atenienses; cuando alguien quiera dignificarse por encima de los avances cooperativos de un pueblo que trabaja y lucha por una identidad, unos fines y unos logros que lo son de todos y cada uno de ellos, perderán su igualdad, su unidad y su fuerza. Entonces podrán ser derrotados.


 
LA LLAMADA
 
-¿Ha sido usted el que ha llamado? –dijo el agente de la guardia civil.
-Sí, es por mi mujer.
-¿Qué le ocurre?
-Ya nada. Está muerta. Le he pegado un tiro en la cabeza con la escopeta de caza.
El agente cogió las esposas y apresó al hombre, que no mostraba resistencia alguna, mientras indicaba a su compañera que informara por radio y pidiera una ambulancia inmediatamente.
-¿Por qué ha hecho algo así? –preguntó.
-Porque a la gente como yo solo nos queda eso para respetarnos a nosotros mismos.
-¿El qué?
-La violencia. El único recurso del que disponemos los inútiles.



NAVIDAD, al fin y al cabo (A spanish Christmas tale)
 
-¿Por qué siempre tiene que haber langostinos? Todos los años igual, plantáis en la mesa esos bichos asquerosos.
-Si no te gustan no los pruebes –respondió la a abuela a su nieta de dieciséis años, cada vez más cambiada. Hacía nada que la llevaba a misa cada domingo con vestidito, merceditas de charol y lacito en el pelo. Más por presumir de nieta ante sus amigas de la parroquia del barrio que por acudir al culto dominical. Y ahora, ahí está, convertida en una adolescente que parece recién salida de un campo santo en noche de difuntos, con esa ropa negra, el pelo de color remolacha y los labios pintados de morado. <<Y esas botas…¡qué botas!>> se decía la abuela a sí misma pensando en el parquet.
-¿Y tú no te has podido arreglar un poquito más para venir a cenar en nochebuena, niña?
-Si no te gusta no mires –contestó girando muy despacio el cuello para mirar a su abuela abriendo bien los ojos, intentando imitar la pose de un vampiro, un zombi, un licántropo <<o sabe Dios qué tipo de espantajería que pretenden ser en la tribu urbana esa que la tiene medio gilipollas>>, como acostumbraba a decir últimamente su madre.
-¡Susana! No hables así a tu abuela.
-Me llamo Shu.
El tío Ricardo se empezó a reír mientras se llevaba a la boca un pedazo de lomo embuchado.
-Venga, Leticia, dejad en paz a la niña. Si yo era igual a su edad.
-No Ricardo, no. No eras igual. Eras un melenudo sinvergüenza y fumaporros que no hacía más que tocar la guitarra sin dar un palo al agua. Y sigues como entonces.
Ya se había liado, como todas las navidades. Pero esta vez la novedad venía dada por ser los langostinos y el nuevo look de la niña los desencadenantes de la tempestad, y no la política, el fútbol o la típica discusión de si vender o no las tierras que tenían en el pueblo muertas de risa.
Leticia ya venía calentita desde su casa, había discutido por teléfono con su exmarido cuando le había comunicado que no pasaría el día de navidad con ella y su hija –a la que le era totalmente indiferente ver o no a su padre- por tener que ir a Santander a conocer a la madre de su nueva novia, su secretaria de veinticinco añitos. La sobrecarga de mala leche se había ido acumulando desde ese momento y durante toda la tarde, por lo que Leticia decidió descargar esa furia contenida sobre su hermano Ricardo tocando el tema que más podía dolerle: <<sin dar un palo al agua. Y sigues como entonces>>. Y es que Ricardo llevaba ya dos años en paro. Además, no contenta con hurgar en la herida, había soltado lo de los porros, dejando a su madre pálida y a punto de atragantarse con un langostino debido a la repentina impresión causada por lo que acababa de oír.
-No te preocupes mamá. Yo ya no fumo nada de nada. Y tú –dijo a su hermana -¡¿qué coño dices?! Que a la edad de Susana…
-Me llamo Shu.
-Que a la edad de la niña yo era un porrero. ¡¿Yo?! ¡Y tú un putón! Porque, que yo sepa, de mis amigos melenudos y porreros, como yo, al único que no le limpiaste el sable fue al Manolito, que era tan feo que sólo se lo quiso tirar tu amiga Silvia, que era más viciosa que tú si cabe.
La abuela se bebió de un trago la copa de Valdepeñas, sin gaseosa ni nada, y sin poder dar crédito a lo que estaba escuchando. Mientras, Susana se mordía los labios para evitar reírse, más por intentar mantener su inexpresiva pose vampírica que por cualquier otro motivo, ya que lo que iba a ser una aburridísima cena de nochebuena se había convertido en un monumental descojono al escuchar que a su madre y a su inseparable amiga de toda la vida, Silvia, madrina de Susana y a la que ésta no soportaba, les iba la marcha cuando tenían su edad. Casi podría morirse por los efectos desproporcionados de la carcajada que luchaba por sofocar si el Código Nosferatu lo permitiera, pero reír no es siniestro y menos en navidad.
-Tengamos la fiesta en paz, por favor –dijo Luis Miguel, el más pequeño de los hermanos, mientras sujetaba a su bebé en brazos.
-¡Vete a la mierda Luismi! Te tiras prácticamente todo el año fuera sin ver a tu familia y ahora vienes aquí a decirnos lo que tenemos que hacer –rugió Leticia.
-Bueno, vamos a tranquilizarnos un poco. Creo que no estoy pidiendo demasiado teniendo en cuenta que es nochebuena.
-Sí, sí, tranquilizarnos. Si ya sabemos que tú vives muy tranquilo en ese pueblecillo de Zamora tomándoles la tensión a los viejos y recetándoles pastillas. Pero nosotros, los que vivimos en Madrid, en medio del maldito caos, tenemos una vida jodida llena de problemas. ¿O te crees que fue fácil para Ricardo, con cuarenta años, volver a vivir con mamá? ¿Y yo? ¿Te crees que es fácil sacar adelante a Susana…
-Me llamo Shu –dijo la niña con expresión hierática.
-… a esta gárgola de dieciséis años con un padre que ha decidido pasar de ella porque el par de tetas de una pedorra joven es más importante que su propia hija?
El bebé de Luis Miguel se puso a llorar, tanta discordia parecía invitarle a ser partícipe del alboroto.
-Pero, ¡qué leche! Ricardo está así porque en este país no se paró de mangonear durante años y encima los políticos no hacen más que sacarse de la manga leyes y reformas para jodernos a todos más aún. Tú no debes sentirte culpable por nada, Richi.
-¡Ya salió el rojo! –dijo Leticia.
Helena, la esposa de Luis Miguel, entró en el comedor con la fuente de cordero recién sacada del horno, casi asustada por el barullo que se escuchaba desde la cocina.
-¿Pero qué ocurre? –preguntó. El follón era colosal. El del año anterior había sido muy gordo, pero se terminó mitigando porque, salvo a Ricardo y a Luis Miguel, a nadie más le interesaba el fútbol; pero esta vez hasta su hijo de diez meses parecía tomar partido en aquella guerra en la que la dueña de la única boca que permanecía cerrada y pintada de carmín morado mantenía los ojos mirando al infinito, hasta que, no pudiendo soportarlo más, decidió soltar la bomba:
-Estoy embarazada.
-¡¡¡¿Queeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeé?!!!
La abuela se llenó otra copa de Valdepeñas y empezó a beber.
Silencio. La voz del rey se quedó sola soltando su discurso de nochebuena, aunque, como siempre, sin llevarse la atención de nadie pese a ser el sonido del televisor lo único que se oía en ese instante.
-Por fin os calláis. Qué paz. Cuando me largue de casa buscaré un piso junto a un cementerio para refugiarme entre las lápidas cada vez que quiera un poco de tranquilidad.
-¿Pero desde cuándo estás…?
-Desde nunca. Los no muertos no encontramos satisfacción alguna en el contacto sexual. Sólo experimentamos placer en la ingesta de sangre. Pero sería capaz de dejarme fecundar con tal de que no sigáis poniéndome la cabeza como un yunque en una fragua. Y ahora, ¿comemos cordero y cantáis vuestros grotescos villancicos como siempre o qué?
Fue entonces cuando la abuela escupió el vino como si fuera un aspersor de riego antes de empezar a reírse a carcajada batiente. El resto de la familia hizo lo propio, especialmente al ver cómo la dentadura de la abuela amenazaba con salirse de su sitio con alto riesgo de ir a parar a su plato repleto de cáscaras de langostinos.
-Bueno, ¿nos comemos ese cordero y después echamos un bingo, como Dios manda? –dijo Ricardo.
-¡Sí!
-¡Claro!
 
 

EL SEMÁFORO
 
<<¡Qué huevos los tuyos Santa Claus!>> fueron las primeras palabras que recuerdo de aquel día, las que me sacaron del mundo de los sueños para devolverme a la rutina de cada mañana. El programa de Goma-espuma se encargó de ello, como cada día. No soporto el sonido taladrante que suelen hacer los despertadores para arrastrar a la gente fuera de la cama haciéndole buscar, como intentando desactivar una bomba en el último segundo, el interruptor en la pared para conseguir así acabar con el estridente sonido de un manotazo, antes de que les vuelva locos, condenados a comenzar la jornada y, posiblemente, pasar el resto del día con un humor de perros por el dichoso pi-pi-pi-pí del maldito aparato que todo el mundo odia –mi jefe tiene uno seguro-. Por todo esto les pedí hace unos años a los Reyes Magos un cacharro de esos que te despiertan con el sonido de la radio. Por lo menos así me puedo despertar oyendo noticias -buenas o malas-, chistes, anuncios, música,… Y digo oyendo, no escuchando, porque eso es algo que se debe matizar: ¿Sabes cuando estas justo en ese momento en el que oyes el sonido de la radio pero estás aún completamente grogui y te encuentras, todavía, con un pie soñando y con el otro en el mundo real? O sea, que no puedes escuchar nada de nada, lo oyes y punto; y si no, manotazo a la radio-despertador y ya está, solucionado. Otra vez a dormir hasta que diez minutos después empieza a sonar de nuevo y, si no consigue que te rindas y te levantes, repites la operación y a dormir otros diez minutos.
Desgraciadamente yo no soy de los que tienen el despertador en la mesilla de noche, porque no tengo mesilla de noche, de modo que por no levantarme de la cama para apagarlo, puesto que está en una repisa encima del escritorio, simplemente no me levanto. Ahí es donde reside la ventaja y la esencia de tener un radio-despertador: no me levanto, pero tampoco me duermo, lo cual me deja más o menos veinte minutos para convencerme a mí mismo de que haga un esfuerzo y salga de la cama para ir a trabajar.
Esto último tampoco suele funcionar, pero todavía queda lo inevitable, algo que es casi tan desagradable como el sonido de los despertadores convencionales… mi madre llamándome a gritos:
-¡Ñoñoooooooooooooooooooooooo!, espabila que vas a llegar tarde otra vez -y lógicamente yo articulo mi primera palabra del día, que curiosamente es la misma siempre:
-¡Joderrrrrrr!
Y este sí que es el momento preciso en el que se fastidia de verdad eso de quedarme aletargado en la cama, escondiendo la cabeza bajo la almohada, bajo los efectos del sueño escaso, porque contra la agudeza chirriante de la voz de Mamá no hay quien pueda. Nadie.
Por supuesto la discusión no termina ahí, ¡ni mucho menos!, porque me recordará reiteradas veces antes de que salga por la puerta que me dé prisa y, sobretodo, que no me eche tanto café en la taza, mi taza negra del Museo de Historia Natural de Nueva York -lugar en el que, por supuesto, nunca he estado-, porque me pongo muy nervioso. ¿Nervioso yo? ¡Yo!, que podría echarme a tomar sol sobre una azotea justo en mitad de un bombardeo. Nervioso dice…
Bueno, el caso es que me voy al curro.
Para que te hagas una idea aproximada del tipo de personaje que soy, te voy a hacer una breve y cariñosa síntesis. Yo formo parte del grueso de esa legión masiva y creciente que forma un grupo más que notable dentro de lo que viene a ser la juventud española de hoy en día, los J. A. S. P, ¿Jóvenes, aunque sobradamente preparados?, ¡No, por Dios! Eso ya no se lleva –eso es de los noventa- ; el colectivo al que tengo el gusto de casi pertenecer con plenos derechos es el de los J. A. S. P: Jóvenes, aunque seguramente en paro; esa es la definición correcta. Lo del casi afortunadamente tiene su explicación, lo cual llega a ser en momentos de reflexión antidepresiva bastante gratificante, porque yo tengo trabajo, y tal y como están las cosas puedo considerar que tengo suerte; mucha, mucha, pero que mucha suerte. Poseo una titulación universitaria que, de momento, para lo único que me ha sido útil es para hacer que salga todos los días de casa vestido como un ejecutivo para vender en unos grandes almacenes ropa que yo no me pondría ni aunque me pagaran por ello, aunque, gracias a Dios, al menos me pagan por venderla.
En fin, que uno se tira cinco añitos empollándose lo inempollable en la universidad para luego forjarse una sólida trayectoria profesional como vendedor de gayumbos y corbatas. Y además he de considerarlo una bendición, ¡cómo está el patio!
Eso en cuanto a lo que respecta a mi vida laboral; porque en otros aspectos también soy un personaje del montón: No tengo novia, la última la tuve, en primero de carrera, muy mona pero muy sosa, no tardó en dejarme; mi actividad sexual es limitada -con lo de limitada quiero decir que no tiene mucha variedad y la cantidad depende de lo necesitada que esté la pobre infeliz que caiga en mi regazo-; no soy ni guapo ni feo, ni gordo ni flaco; alto, sí que soy alto, pero tampoco demasiado, sólo lo suficiente para darme con el cogote en el marco de algunas puertas, que siempre son las mismas porque Ñoño es el único animal que no se conforma con tropezar dos veces con la misma piedra, sino tantas que al final me acabo haciendo amigo de todas las piedras con las que me voy sacudiendo. Sí, lo único que aprendo de mis propios errores es cómo volver a pifiarla con mayor intensidad. Cualquiera de mis amigos puede corroborar esto, pero sobretodo mi hermano, o mi padre, o mi madre, o…, bueno, todo el mundo. Y, como es más que sabido por todos los que me conocen, soy, pese a que mi madre se empeñe en que el café pueda alterar mis nervios como los de cualquier otro sencillo mortal, extremadamente t-r-a-n-q-u-i-l-o. Por eso y no por otra cosa me llaman Ñoño.
Bueno, ahora que me he dado a conocer un poquito más, retomemos nuestra historia…
Tras intentar convencer a mi madre de que llegaba con tiempo suficiente al trabajo -por supuesto era mentira-, me metí en el ascensor y apreté al botón de la planta baja, pero el ascensor se paró en el piso siguiente; no hay cosa que me fastidie más en un ascensor que el que se detenga en otra planta para que se pueda montar alguien más, porque esas cosas pasan únicamente cuando vas al trabajo con la hora pegada al culo. El caso es que se abrió la puerta del ascensor y entró una cigüeña.
-Buenos días- me dijo con un inconfundible acento francés mientras se levantaba la gorra cogiendo la visera con las plumas más extremas de su ala derecha.
-Hola, buenos días- contesté yo, fijándome en el atuendo que llevaba: una gorra azul en la que se podía leer La Poste, un bolso de cuero desgastado de color marrón y una carpeta-archivador abierta en la que pude diferenciar en el papel el nombre, los apellidos y la dirección de mi vecina del noveno junto a su firma, que era la última de una serie rúbricas realizadas al lado de innumerables nombres, todos extranjeros. Aunque su nombre no era el último de la lista, sí era la suya la última casilla de firmas rellena, las siguientes estaban todavía vacías. Era evidente que Chussa, mi vecina, a la que la anterior vez que la vi estaba hinchada como un balón de playa porque esperaba un pequeñajo, era la última que había firmado en ese documento que llevaba la cigüeña en la carpeta.
La cigüeña franchute volvió a abrir el pico:
-Demasiado tuabajo, pegggo con estas cosas ya se sabe…, nunca se
cieggga el negoçio- dijo con tono de circunstancias, aunque yo tuve que esforzarme para entenderlo ya que su acento hacía que el castellano sonara saliendo de su alargado pico como si estuviera haciendo gárgaras.
-Sí, desde luego -contesté yo sin saber a lo que se refería. Extraño personaje éste, pensé.
Cuando llegamos al piso bajo se despidió amablemente. Adieu dijo; salió torpemente por el portal con sus largas patas y con aparente esfuerzo levantó el vuelo perdiéndose finalmente en el cielo de Madrid.
Caminaba yo inmerso en mis pensamientos sobre si era cierto eso de que losniños vienen de París casi olvidando la prisa que llevaba por mi tardanza…
-¡¡¡Coñññññññññññó!!! -instintivamente giré la muñeca, miré el reloj y apreté el paso hasta que me paré en el cruce de la calle Corazón de María. El semáforo se acababa de poner con el disco en verde y el muñequito en rojo, así que me tocaba esperar. Con los semáforos me sucede lo mismo que con los ascensores, cuanto más prisa tienes más propenso eres a que se cumpla la ley de Murphy.
La espera se hacía eterna, parecía que el muñequito rojo no iba a desaparecer nunca y los vehículos no cesaban de pasar, así que, con la sabiduría que me caracteriza, decidí arrearle un pequeño puntapié al semáforo para ver si por casualidad eso funcionaba y se cambiaban las luces.
-¡Ay! ¡Gggggilipollas!
-No te quejes tanto que no te he atizado fuerte. ¡Para los coches de una puta vez! -le dije yo. No me gusta generalizar, pero si hay algo que caracteriza a los semáforos madrileños es precisamente su prepotencia.
-Te ejperas a tu turno, tronco. Eshtoy currando y no puedo dijtraenme con minucias.
-¿Y se puede saber qué es eso tan importante que se supone que estás haciendo?
-¡Anda la leche! Puesh controlando el tráfico- afirmaba muy chulesco -. Eshtoy haciendo que toa la peña se pueda dejplazar de manera coherente según el orden establecido. Cuando yo decido que paren, se paran; cuando ordeno que avancen, avanzan. Yo permito que puedan cruzar la calle los ejtúpidos encorbatados que llegan tarde al tajo como tú; yo permito que las marujas lleguen con sus carritos de la compra al hipermercao de enfrente, y si yo no eshtoy o si me ejtropeo, eshto sería un puto caos de la hostia que te cagas. Eshtaej mi calle y yo me encargo de que funcione.
De pronto sentí cómo las palabras del semáforo provocaban un ataque de mala leche en el fondo de mi conciencia. Su discurso me había recordado demasiado a mí mismo; el semaforito tenía una existencia completamente plana, su vida consistía en no hacer más que lo que se le había impuesto, no era feliz, seguramente ni siquiera se lo había planteado a sí mismo; no tenía objetivos, lo único que cambiaba en su vida eran las luces de los discos: verde, ámbar, rojo, ámbar, verde, ámbar, rojo, ámbar, verde, ámbar, rojo, … ¿Era yo como el semáforo?; ¿mi vida consistía únicamente en irme a dormir para esperar a hacer lo mismo al día siguiente?; ¿era mi vida de vendegayumbos la vida de un semáforo? ¿Cuánto hacía que no me planeaba algo diferente con lo que llenar mi vacía existencia?; ¿Cuánto tiempo llevaba quejándome de mi vida aburrida esperando a que las soluciones caigan del cielo? ¿Cuánto hacía que no amaba a alguien?; ¿Cuánto tiempo llevaba el disco de Ñoño en rojo?…
-¡Joder! -pensé en voz alta, -soy un simple semáforo.
-¡¡¡Ya quisieras tú ser un semáforo, peatón de mierrrda!!!
Reaccionó muy malhumorado, pero tras mi reflexión ya no me quedaban ganas de intercambiar insultos con él. Me daba lástima. Lástima porque en el fondo me veía a mí mismo dentro de cinco años haciendo lo mismo que hace él, o sea, creyendo que puedo hacer lo justo con mi vida como para no avergonzarme de ella y seguir no haciendo nada. Me sentí obligado a preguntarle.
-¿No has pensado que pasaría si te estropearas?, pero digo si te estropearas de verdad.
-Ya te lo he dicho, capullo. Si ejjjjjjjj que los trajeaos no os enteráis de na. Si yo me escacharro, aquí se jode hasta tu suegra porque se monta un pifostio del copón bendito. Soy imprescindible y punto pelota.
-No -contesté yo, retador-. Si tú te escacharras los operarios del ayuntamiento te cambian por otro igual que tú, que hace lo mismo que tú y además lo hará exactamente igual que tú, ni mejor ni peor. La única jodida diferencia es que no serás tú, pero la diferencia no será tal porque nadie notará que el que está es otro; ¿alguien te ha agradecido alguna vez que estés aquí?, ¿que esta sea tu única ocupación en la vida?
-Pueeesh… no, pero…
-Pero, ¡¿Con cuántas personas has hablado esta mañana?!- dije interrumpiéndole, -¡Que coño!, ¡¿con cuántas personas has hablado últimamente!?
-Con… contigo. Sólo contigo, y estaba eeeshtupendamente hasta que has aparecido.
-Seguro que el único contacto que has tenido en toda la mañana ha sido con la orina de algún chucho que ha venido a levantar la pata para mearte.
-Tres, me han meado tres perros en lo que va de mañana y ya me eshtas tocando losh güevos, tronco -me contestó con tono enfadado y amenazante. Se estaba cabreando, seguro que se moría de ganas de arrancarse del suelo y darme un semaforazo en la cabezota, pero no podía, tenía que estar atento al funcionamiento ordenado del flujo circulatorio. Al fin y al cabo era un semáforo que pretendía demostrarme que lo único importante del mundo era ser un buen semáforo, pero ¿acaso existen los malos semáforos?
-¿Y en eso consiste tu venerable función?, ¿en encender y apagar luces de colores automáticamente?, tronco… si yo fuese tú dejaría todo esto y me largaría.
No debió gustarle tampoco esto último porque se calló y encendió el muñequito verde y el disco rojo parando el tráfico y permitiendo cruzar a los peatones, lo cual tomé como una invitación para que me largara de allí, y así lo hice. Retomé a toda leche mi paso hacia la boca del metro mientras pensaba en lo que le había dicho, <<si yo fuese tú…>>, sin saber si creérmelo. ¿Sería capaz de encontrar una nueva razón para cambiar mi vida, aunque sólo fuera un poquito, o seguiría siendo como el semáforo?, ¿soy realmente yo otro semáforo?
Como cada mañana la radio sonó en su intento de sacarme de la cama que, como cada día, fue consumado por la chirriante voz de Mamá metiéndome prisa. No te pongas mucho café que te pones nervioso, vamos que llegas otra vez tarde, ve llamando al ascensor, un repartidor de flores se monta en el noveno piso después de entregar un ramo de felicitación para Chussa, camino a toda prisa por la calle hasta que mis pensamientos se abstraen y aflojo el ritmo del paso, y cuando llego al cruce de Corazón de María con Santa Hortensia el caos se ha apoderado de la calle: el claxon ensordecedor de los coches, los gritos de los conductores furiosos que llegan tarde al curro, las miradas curiosas de los niños que van camino del colegio y de la gente que aguarda desesperada bajo la marquesina de la parada del autobús viendo cómo el tráfico no avanza… Cuando me decido a preguntar al portero que barre la entrada del portal de al lado del cruce me cuenta que, inexplicablemente, el semáforo ha desaparecido hace diez minutos, ya no está ahí.
Se había ido.


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